Que estamos
totalmente inmersos en una revolución de grandes dimensiones, al estilo de la
revolución industrial de los siglos XVIII y XIX ya nadie lo duda en este mundo
que nos ha tocado vivir y padecer. Que este proceso al igual que el anterior
pone en cuestión y transforma las formas de vida y organización social que
hasta hoy nos parecían inmutables, es del todo cierto y constatable.
Una de los grandes
temas que hoy se cuestiona en buena parte de la sociedad planetaria, es la
democracia o sea el gobierno del pueblo para el pueblo, según una de las
definiciones más clásicas de este concepto; principalmente por el hecho que
desde el triunfo en occidente de la llamada revolución neo-liberal y su
consecuencia más directa la globalización económica. El concepto de
estado-nación surgido, en los albores de la revolución industrial como fórmula
organizativa, pierde de facto su poder, en una Europa donde estos entes son de
reducidas dimensiones y por tanto incapaces de competir con las grandes
corporaciones multinacionales a las que desde los años, 80 del pasado siglo XX,
la potencia económica por excelencia los USA, en defensa de su supremacía, les
otorgó podríamos decir patente de corso, desregulándolas por completo y
situándolas en posición de supremacía y capacidad de competir en plan de
superioridad sobre las economías de unos estados nación, que tienen cogidas por
sus nobles partes al haber comprado sus títulos de deuda pública y privada.
El economista turco y
profesor universitario en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la
universidad de Harward Dani Rodrik, propuso en 2011 y dentro de su obra “La
paradoja de la Globalización” su famoso trilema, donde plantea la tesis de
escoger dos de estos tres conceptos: Democracia, Globalización o Soberanía Nacional;
puesto que no es posible en un mundo globalizado, disponer a la vez de
democracia y soberanía nacional en gran intensidad.
Si pretendemos
conservar la democracia y la Soberanía Nacional, deberíamos aislarnos del mundo
actual en el que la globalización és un hecho imparable, y montarnos nuestra
própia Arcadia feliz. Si pensamos que esto no es posible ni tampoco
conveniente, y aceptamos la globalización como un hecho irreversible, si además
seguimos pensando que la democracia es el menos malo de todos los sistema de
gobierno, debemos empezar a buscar nuevas estructuras que nos permitan alcanzar
una dimensión lo suficientemente grande como para competir con las grandes
corporaciones, cediendo gran parte de lo que entendemos por soberanía nacional,
en este camino y para superar el hecho de la diversidad, el federalismo, o sea
el gobierno multinivel, debe ser la gran solución. Sin embargo las grandes
corporaciones multinacionales, estos que han visto en la globalización no solo
una forma de acaparar riqueza si no también la obtención del poder real, vienen
promoviendo una tercera opción, que consiste en mantener el actual sistema de
pequeños países divididos, sin capacidad ninguna de disputarles la hegemonía, y
su control a través de la posesión de los títulos de deuda pública de todos
ellos, dentro de un mundo globalizado, con lo que en realidad se perjudica
gravemente a la democracia, al despojarla en realidad de todo el poder real.
¿Cómo puede un país como España por ejemplo, discutir e imponer una políticas
económicas que favorezcan a los ciudadanos, si resulta que las grandes
corporaciones internacionales poseedores directa o indirectamente del 100% de
los títulos de deuda pública en circulación y de gran parte de la privada de
nuestro país, está en sus manos? ¿Qué le pasó a Tsipras en Grecia, que prometía
cambios radicales y plantar cara a sus acreedores? ¿De qué nos sirve elegir
unos gobernantes que luego no tienen poder real ninguno? Esto amigos es lo que
a principios de la crisis se empezó a llamar “Dictadura de los Mercados” expresión
que ha desaparecido totalmente en la actualidad de cualquier medio de
comunicación, no en vano si a sus accionistas les seguimos el hilo acaban una
de las grandes corporaciones mundiales.
La socialdemocracia
federalista sigue siendo el camino, la misma socialdemocracia que fue capaz en
el siglo XX de humanizar el capitalismo salvaje y de reconstruir la devastada
Europa al final de la II Guerra Mundial, es aun hoy la que, convenientemente
reestructurada y adaptada a los nuevos tiempos, puede abrir el camino del
progreso y de la justicia social, a la nueva sociedad que emerge de la
revolución digital en la que hoy estamos inmersos. Para ello hace falta altura
de miras en los dirigentes socialdemócratas europeos, capacidad de liderazgo,
vuelta a los valores humanistas Libertad, Igualdad y Solidaridad, y espíritu de
sacrificio en la ciudadanía, convencida que está labrando el futuro ideal a sus
descendientes; solo así el mundo puede avanzar de nuevo en la senda del
progreso y la justicia social.